Muchos investigadores se han preguntado si los animales sienten miedo a la muerte como el ser humano. Sin duda por carecer de las cualidades anímicas que posee el ser humano, el animal no puede pensar en su muerte. Pero es indudable que se inquietan cuando son testigos de la muerte de otros congéneres. Les inquietan las manifestaciones de dolor y los gritos que le advierten que algo va mal en algún miembro de su especie. El animal, cuando envejece y se debilita, busca los lugares solitarios. ¿Es que prevee la muerte, que espera la muerte?
En los mataderos de animales (abattoirs), se puede observarla intranquilidad, la inquietud que experimentan los animales al ver morir a los que les preceden. Cuando se trata de hacerlos entrar en el callejón de la muerte donde les espera el golpe de maza en el cráneo, muchos manifiestan no sólo intranquilidad sino verdaderas crisis de terror, los ojos se les inyectan en sangre y comienzan a golpear con los cuernos contra las paredes laterales como queriendo escapar. Parecen alocados, aterrorizados quizás por el olor a sangre o a la orina de animales que les precedieron que elimina alguna substancia de aviso que perciben perfectamente. Observaciones de este tipo fueron hechas por el Dr. BONNETTE, veterinario militar, quien afirmaba que realmente los animales manifiestan el miedo a la muerte muy claramente.
El olor de la sangre o de la orina les produce una inquietud que puede llegar a extremos violentos como reacción de defensa. Es evidente que detectan «alguna señal de peligro inminente».
El hombre es el único ser que puede prever su muerte, el único que sabe que tiene que morir. Decía VARIGNY que la muerte ha tenido «mala prensa». El hombre la teme, siente un miedo en el que se juntan el temor al dolor, al sufrimiento que puede precederla, en sí mismo o en sus seres queridos y el temor de lo desconocido, de lo que puede haber más allá. Para AMBROSIO PARE, el famoso cirujano: «La muerte era el temor de los ricos, el deseo de los pobres, la alegría de los sabios, el terror de los malvados, el fin de todas las miserias y el comienzo de la vida eterna» (PARE, De la peste).
Temer la muerte es confesar que la vida es buena, que es mejor de lo que se suele creer. Por eso la preocupación del hombre por vivir muchos más años, buscar la fuente de la juventud como Ponce de León o el Dr. Fausto, la fuente de la vida eterna, alargar la vida. Algunos, no creyentes, «disfrutan» materialmente de los placeres de la vida, intensamente, al máximo de lo que den de sí su cuerpo y sus medios. El cristianismo y otras religiones han conseguido cambiar ese punto de vista haciendo comprender al hombre que la vida, no es más una corta etapa, un tránsito, una espera, un medio para llegar a un fin. Con el cristianismo, la muerte fué vista de otra forma. Sólo hay que leer la vida de los mártires y observar la alegría con la que iban al suplicio con la fe puesta en el mundo superior que les esperaba.
Además, a pesar de las ideas en contra, la muerte es algo necesario, útil e indispensable. Se ha dicho que si no existiese, habría que inventarla. Suponer un mundo como el nuestro en el que no existiera la muerte produce más escalofríos que pensar en la muerte misma. Un mundo de ancianos decrépitos, sin ilusiones como aquellos viejos inmortales que Gulliver vió en el país de Luggnagg. Eran los más infelices seres que pudo imaginar, lamentándose continuamente de no poder morir.
PLINIO habla también de los hiperbóreos que vivían en un clima tan maravilloso que no era posible la muerte natural. Como no podían morir de otra forma, cuando se sentían cansados de vivir, se lanzaban de cabeza desde lo alto de un precipicio.
MONTAIGNE por eso decía que «la muerte es una de las piezas-clave del orden universal».
VARIGNY decía que «el sentido de la vida se podía poner en duda, pero no cabe la menor duda sobre el sentido de la muerte». Es una necesidad absoluta.
Todo ser humano que vive lo suficiente, va envejeciendo, gastándose, deteriorándose, va perdiendo facultades, los órganos van fallando, van dejando de funcionar normalmente y llega un momento en que su vida puede convertirse, si aún es consciente de ello, en un tormento y en el mejor de los casos puede llegar a la inconsciencia, transformándose en un vegetal.
La muerte es la mejor medicina para los males incurables, uno de los cuales es la vejez, decía SIMONIDE. Y W.McKENNAN estaba de acuerdo en que «El temor a la muerte está muy extendido entre los seres humanos, pero es el más débil de los temores, pues cede ante las emociones como el amor, la excitación en el combate, la llamada del deber, la abnegación religiosa o el amor maternal». Otros sentimientos menos elevados pueden también vencer ese temor como el deseo de venganza, el orgullo, la desesperación y el propio miedo. Muchos se han quitado la vida para evitar que la muerte les venga como no la desean.
En las guerras es donde se ven los ejemplos más dramáticos de sacrificio de sí mismo. Aún temiendo a la muerte, muchos se han lanzado a ella para salvar a los demás o por defender a su patria. El valor personal no excluye el temor a la muerte. Yo he vivido dos guerras y he podido sentir muchas de estas emociones.
He sentido el miedo a morir, pero cuando hacía falta, me presentaba voluntario para dar un golpe de mano y meterme entre las líneas enemigas sabiendo a lo que me exponía. Cuando trataba de analizar cuales habían sido mis sentimienos, pensaba que en la guerra se da menos valor a la vida y por eso se la expone y se la juega uno con más frecuencia. Y quizás uno piensa para sus adentros: «Ahora van a ver quién soy yo!» o bien «Yo me atrevo más que éste a hacer lo ue parece imposible!». Sería largo de explicar, pero a veces son tan rápidas las ideas o más bien los acontecimientos se suceden con tal rapidez, que cae uno con frecuencia en la imprudencia temeraria. Y cuando está metido en la situación se pregunta uno: «¡Bueno, pero quién me has metido en esto?». Pero ya está hecho y hay que seguir adelante y que Dios nos ayude.
Si uno hubiese sido prudente no estaría allí sino a varios miles de kilómetros de distancia de los lugares de peligro como lo estaban algunos de mis mejores amigos, mucho más «prudentes» que yo. Quizás por ello es la juventud la que fácilmente manipulada con ideas y conceptos idealísticos, más se ofrece, más se arriesga y más pierde la vida, o queda mutilada para siempre, física o moralmente.
A pesar de todo, un cierto grado de temor, de miedo a la muerte, dependiendo del espíritu y de la imaginación de cada uno, siempre existe. Es algo fisiológico, visceral y en cierto modo constituye una autodefensa o autoprotección. El temerario es un inconsciente y es como el que tira una moneda al aire o juega a la ruleta rusa: puede salirle bien o mal. Por eso el valor no consiste en ignorar el miedo, sino más bien en vencerlo. En los momentos cumbres de la guerra se produce una inhibición de ese temor y la rabia, el deseo de vengar la muerte de los compañeros caídos o de proteger el propio terreno, hace desarrollar verdaderas heroicidades, no pocas a la fuerza.
También he visto en la guerra a hombres destrozados por el miedo que era más fuerte que ellos, rehuir la lucha de la forma más abyecta o ser causa de la muerte de sus compañeros, al paralizarlos y hacerlos incapaces de acción o reacción o movimiento. Poseídos de un temblor generalizado que no podían dominar, hacían como el avestruz: meter la cabeza bajo el ala ante el peligro, incapaces de reaccionar o moverse.
Un efecto que todos los que se han visto inmersos en una guerra han podido observar, es que no son lo mismo los sentimientos del que entra por primera vez en combate que los del veterano que ha experimentado el miedo muchas veces y el valor alternativo en muchos combates. Hay una especie de acostumbramiento al silbido de las balas o la explosión de obuses y morteros. Los sonidos son familiares y uno cree saber cuándo «ha pasado», dónde va a caer y cuándo hay que agachar la cabeza o meterse en el embudo hecho en la tierra por una explosión anterior. Se han desarrollado unos resortes o mecanismos de autodefensa que hacen distinguir el veterano del novato.
Sobre ese acostumbramiento al «estado de guerra» no hay más que contemplar las imágenes tomadas en aquellos pueblos de Yugoeslavia, El Líbano, Afganistán, que viven en guerra permanente. Las gentes caminan entre las balas de los francotiradores sin esconderse, los niños manipulan armas de fuego como si fueran juguetes, otros miran con indiferencia los cadáveres amontonados en el suelo.
Cuando el jefe es un hombre decidido y violento, arrastra a sus soldados. A veces una simple mirada de un jefe valeroso basta para levantar el ánimo de sus soldados y arrastrarlos a soportar toda clase de fatigas y peligros. Aquella mirada, aquel gesto hará que den de sí el máximo esfuerzo. De la misma forma, no hay nada más contagioso que el miedo. Uno que dé la vuelta y corra, podrá producir el pánico generalizado y la desbandada y en la guerra de esto pueden depender una victoria o una derrota.
Decía TOLSTOI: «Juzgar a los demás es el mayor de los crímenes que pueden cometerse».
Como médico he tenido que asistir en mi vida a muchos moribundos. Enfermos graves, desahuciados, en cuyos ojos se veía el temor a la muerte, a veces en medio de graves sufrimientos. Si la muerte de un soldado puede tener el aliciente de morir por la Patria, el enfermo moribundo no tiene esos mecanismos de justificación. Sin embargo a muchos de mis pacientes los he visto enfrentarse al momento decisivo con serenidad, con un brillo en la mirada y una especie de alegría serena o felicidad que anunciaba la que podrá sentirse en el más allá.
He visto también largas agonías en las cuales el mecanismo de defensa del enfermo era la inconsciencia. Dejaban aparentemente de pensar y no eran capaces de expresar sus sentimientos. Luz que agoniza pero no lo sabe. Algunos se fueron apagando como el pábilo de una vela, la respiración estertorosa, hasta que el corazón dejó de latir.
Ya he contado en uno de estos capítulos cómo fué la muerte de un jefe indio amigo mío, serena, tranquila, dulce, casi «razonada», con un leve hálito de tristeza, como pidiendo disculpas por manifestar debilidad, él que había sido siempre un hombre fuerte. Sentí gran admiración por él. Era una forma de morir maravillosa, deseable.
El gran médico que fué Sir William Osler escribía en una de sus obras: «He tomado notas cuidadosamente a la cabecera de unos quinientos moribundos, estudiando en especial las formas de la muerte y las sensaciones de los moribundos. Noventa de ellos experimentaron sufrimiento físico o bien ansiedad, once prresentaron aprensión mental, dos un auténtico terror, uno exaltación espiritual y otro, amargos remordimientos. Pero la gran mayoría no manifestó nada en ningún sentido; como el nacimiento, para ellos la muerte era un sueño y un olvido».
No todas las enfermedades terminales generan los mismos sentimientos. Los ancianos esperan la muerte con serenidad y a veces con una cierta curiosidad, incluso con gusto. Algunos enfermos mantienen un grado de conciencia muy despierta hasta el último instante, otros caen en un estado de estupor o sueño que precede al tránsito. Muchos mueren mientras duermen pasando del sueño al más allá. Otros temen más la muerte por el sufrimiento de los que dejan que por lo que respecta a ellos mismos.
Se cuenta de D. Marcelino Menéndez y Pelayo que cuando estaba en su lecho moribundo exclamó mirando sus libros amontonados en estanterías: «¡Morirme ahora con todo lo que tenía que leer aún!».
Otros que han llegado a una edad muy avanzada y han visto morir a sus amigos, a sus familiares, pierden la ilusión por vivir y no temen a la muerte, antes bien la llaman, la desean. Se han cansado de ver morir a los demás. SOCRATES decía que «vivir es estar mucho tiempo enfermo». Y un refrán ruso dice «Si te levantas por la mañana, tienes más de cincuenta años y no te duele nada, es que estás muerto».
Samuel Butler en su famosa novelas «Erewhon», al hablar de la muerte uno de sus personajes dice: «Un asunto del que se tiene más miedo que daño».
Una muerte serena consagra una vida de esfuerzo, de trabajo, de servicio a los demás, de lucha permanente contra las dificultades. Muchos de los temores que tenemos los occidentales proceden de nuestra forma de ser educados desde la infancia. En esto tenemos que aprender mucho de los que llamamos «pueblos primitivos» que saben enfrentarse a este momento con la serenidad de lo que saben es algo natural. Con PROUDHON podríamos decir: «Decidme cómo ha sido la muerte de un hombre y yo os diré cómo ha sido su vida y recíprocamenrte decidme cómo ha sido la vida de este hombre y yo os diré cómo será su muerte».
Quizás es un poco exagerada esta forma de predecir. Es conocida la forma tranquila y serena con que algunos asesinos y criminales redomados se han enfrentado al momento supremo de la ejecución capital causansdo la admiración de los testigos. Aunque también ha sido frecuente que otros hayan tenido que ser arrastrados por la fuerza hasta el cadalso entre gritos espantosos de que no querían morir.
MAYNARD decía: «Espero pacientemente la muerte sin desearla ni temerla» y BYRON pocos momentos antes de su muerte exclamaba: «¡Al fin podré dormir!» (siempre había padecido de insomnio).
Sucedió en Valladolid. Una anciana viuda de 80 años veía acercarse el final de su vida por lo que hizo reunir a los jóvenes de su pueblo y les pidió como un favor especial que acompañasen su cadáver al cementerio lo más alegres que pudiesen, animados por una banda de música que contrató con bailarines y castañuelas. Así fué. Los jóvenes la acompañaron al cementerio al son de la música y la danza. Se organizó después un baile muy alegre y al regreso fueron a la casa de la difunta donde había dado órdenes de que sacaran todo el vino de su cueva y preparasen un espléndido banquete.
Nada turbó su fin, era el atardecer de un hermoso día, como cantó LA FONTAINE en uno de sus poemas. «Levis sit tibi terra«.